domingo, 1 de marzo de 2009



Por Ricardo González Vigil a propósito de la obra de Cesar Vallejo “

En toda expresión estética hay un quid divinum, un ritmo secreto de entrañada interioridad, un hálito latente que no está en la literalidad de la expresión, una ánima ingrávida y eterizada que no está en las partes sino en el conjunto, una aureola que no reside en la obra sino sobre o dentro de la obra, la cual no es sino la virtualidad musical de sugerencia. Las artes todas; pintura, escultura, poesía, aspiran, en sus máximas altitudes, a la expresión musical. Los grandes creadores sólo fueron a condición de haber llegado a la música de su arte y de su estilo.
Y es que la música es el elemento primario del Universo. Es la expresión en que la forma se desmaterializa casi totalmente. Se ha despojado de toda su carga fisiológica para intentar una traducción más cercana y directa del corazón del hombre y del corazón del mundo. Es la máxima potencia de estilización del Universo, tanto, que a veces una sola nota que vibra nos abre inmensas perspectivas de conocimiento y de emoción vitales. Las mayores intuiciones, aquellas que colonizan para la conciencia extensas zonas de pensamiento, nos asaltan como meros motivos melódicos, que el cerebro se encarga, después de ordenarlas, de explicarlas y de hacerlas carne de verbo. Cuando las artes y los artistas han vencido los planos inferiores de expresión llegan a un punto de intersección o de convergencia, a un punto de abrazo, que es el ritmo. Allí se sienten semejantes; más, se sienten unos. Es el lazo de relación para todas las conciencias, posiblemente aun hasta para la materia yerta que nos parece sumida en un sueño de eternidad.
Una misma sugerencia vital al ser expresada por un escultor, por un pintor, por un pensador, por un poeta, a pesar de los diversos caminos, de los diversos instrumentos que emplean y de las diversas formas en que se concreta, alcanza un ritmo único que traduce, a la postre, la misma esencia. Esto nos explica por qué un pensamiento, una acción, un cuadro, una escultura, se nos presentan a veces con el mismo aire familiar, como si procedieran del mismo punto generativo. Esto no es Trílce sino la latencia o presencia rítmica que mora en la entraña de cada ser y de cada cosa y que constituye el ánima mater de la ecuménica y secreta trabazón del Mundo.
Pues bien, este ritmo no lo crea el artista, es una cosa dada ya, que sólo reclama ser descubierta. He aquí la más grande función del artista: descubrir el ritmo y, por medio de su arte, expresarlo. El artista no es sino un simple vehículo o conductor. Este es el único sentido de la palabra creación. Los ritmos de las cosas están esperando, desde toda eternidad, un revelador. Darío dijo, si mal no recuerdo, que cada cosa está aguardando su instante de infinito. Este instante no es sino aquel en que el artista descubre el ritmo de cada cosa o de cada ser, que, al mismo tiempo que lo relaciona con el Universo, también lo determina.
Y es tiempo de que volvamos los ojos al poeta de "Trilce". ¡Cuántos "instantes de infinito" descubiertos y colonizados ya para el espíritu humano, han establecido su morada en el libro maravilloso llamando ojos, nervios, cerebros y corazones para que descubran a su vez, lo que el poeta descubrió! ¡Cuántas trémulas palpitaciones de las zonas recogidas allí para que el corazón del hombre se conozca más, se descubra más y ame más! ¡Cuánta música que dormía su sueño de eternidad, que viene a henchir de ritmo nuestra alegría y nuestro dolor de conocimiento...!
El poeta ha descubierto de nuevo la eternidad del hombre; ha descubierto los valores primigenios del alma humana que son por esto mismo, los valores primigenios de la vida, elevándolos a una extraordinaria altura metafísica. En el habla española, solamente Darío alcanzó, en algunos instantes, en los mejores, este vuelo en que el ala a fuerza de ascender se desdibuja y se esfuma para la pupila humana. Son los próceres Himalayas del espíritu en que el pensamiento es metafísica, y la metafísica es trance emotivo, y el trance emotivo es ritmo.
El poeta llega a estas regiones enteramente desnudo. Desnudo de convención y de artificio. La veste retórica, el paramento literario, como humilde trapillo de indigente, yace abandonado y desgarrado, y el varón edénico presenta su carne a los besos de la luz, a los hálitos de la noche, al temblor de las estrellas... (6)
Y tú también, lector, vas a presentarte desnudo, abandonando tu trapillo literario, para llegar al poeta. Si sabes algo, haz como si no supieras nada; la virginidad emotiva y rítmica de "Trilce" niégase a ser poseída por el presuntuoso ensoberbecimiento del que "todo lo sabe", quiere carne pura que no esté maculada de malicia. No vayas a juzgar; anda a amar, anda a temblar...”.

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